viernes, 27 de junio de 2008

El verano.

Personalmente detesto esta época del año.
No soporto el calor agobiante ni las masas de gente sudorosa. Hay algo dentro de mí que se revuelve contra esas mareas humanas que se apiñan en las plazas, en las terrazas de los bares. Llevan pantalones cortos y camisetas de tirantes, incluso algunos se atreven con las sandalias con calcetines (blancos, por supuesto), y están ahí, con la misma gracia que un cadáver que se descompone lentamente bajo un sol de justicia, mientras sostiene en la mano una jarra de cerveza y con la otra se espanta las moscas. Mientras una gota enorme de sudor va resbalando lentamente por la colorada e hinchada mejilla y otras más pequeñas se van formando al final del pelo cortado al cepillo. Mientras los lamparones de sudor se van haciendo cada vez más grandes entre las lorzas bien prietas ceñidas bajo esa camiseta de publicidad que hace juego con la gorra de visera plana.
Es que es algo que me puede. Yo no entiendo el verano como la época en que el calor sirve de excusa para dejarse la educación en casa. Me imagino al Hans de turno, trabajando toda la vida con camisa y corbata, y de repente llega a Palma de Mallorca y parece desarrollar una alergia contumaz a todo lo que sea llevar más de tres piezas de ropa encima -así que échenle imaginación, a ver si se dan cuenta de lo que falta-. ¿Qué fue de aquellos señores dignísimos que se iban de vacaciones y mantenían las buenas maneras?
Claro, que si uno levanta la tapa de un basurero no puede extrañarse de encontrar basura. Pero no es menos cierto que estos ballenatos alemanes, ingleses, daneses o de dónde los saquen, ejercen un poder de fascinación en mí que se podría comparar al que siento por las películas malas de Antena 3, los trajes de rayas o la forma de hablar de algunos presentadores de canales de televisión locales.
Me gusta lo sórdido, pero no el verano.

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