domingo, 21 de diciembre de 2008

No somos elegantes.

Así, tal como suena. Somos un país muy poco elegante que siempre se ha definido más por la tortilla y el folclore que por sus buenas maneras y educación. Pensaba en esto viendo un documental sobre el 23F -hasta para los golpes de estado nos falta alcurnia- comprobando cómo se comporta un caballero y cómo se comporta un cretino.
Me explico. Las imágenes son bastante esclarecedoras de por sí: entra Tejero como un maleducado, soltando improperios a diestro y siniestro, pistola en ristre y mandando que todo el mundo se eche al suelo con la autoridad que le sale de sus partes -a raudales, eso sí-. Siempre se comenta cómo Gutierrez Mellado le planta cara a los golpistas, pero en ese caso creo que es un problema de rango más que de defensa de la libertad democrática. A ver si no cómo encaja un general hecho y derecho que un simple teniente coronel le mande echarse al suelo. Admirable actuación la de Gutierrez Mellado, en cualquier caso.
El perfecto caballero, sin embargo, fue Suárez. Es una simple cuestión de estilo, y nada más, y en el documental comentaba por qué no se tiró al suelo como el resto de sus señorías: él era el presidente del gobierno, y no es digno que un presidente del gobierno se arrastre por los suelos, aunque sean los suelos del Congreso.
Simple y llanamente, a Suárez no le dio la gana de bajar la cerviz porque, aún con miedo como todo hijo de vecino, la situación le parecía ridícula y no podría andar con la cabeza erguida nunca más.
Ejemplo a seguir de dignidad y de saber estar el de este hombre que no se merecería haber nacido español, o quizás es tan admirable porque representa el último ejemplo de esa casta política a la que todavía sabía hablar con propiedad y combinar la corbata con la camisa adecuada. El más elegante de los presidentes de gobierno que en España han sido.

jueves, 11 de diciembre de 2008

Caballeros.

Uno de los encantos de Madrid es que aún quedan sitios míticos donde uno puede alejarse de la vulgaridad de gente ruidosa con pelucas y mamarrachos vestidos de Papa Noel. El problema es que cada vez quedan menos, y la gente los invade sin ningún pudor, contaminando con sus conversaciones y sus risas bobaliconas lugares que han sido referentes de la vida cultural de este país.
Tampoco quiero que me malinterpreten, ni que piensen que a un servidor le gusta ir por ahí con una cinta proclamando reliquias por doquier, santificando gratuitamente lugares y pesonas para mantenerlas alejadas del mundanal ruido y hacer de ellas objetos de veneración. Lo que pasa es que me hierve la sangre al ver cómo la falta de respeto se extiende como un cáncer en esta sociedad enloquecida; cómo las buenas maneras son sólo dos palabras alejadas en el diccionario.
El asunto es el siguiente. Estaba el otro día en el Café Gijón, viernes por la tarde antes de un festivo, y claro, allí no cabía un alma. Vayan ustedes a saber cómo o por qué, le debí caer bien a los dioses y conseguí una mesa, hacia el final, frente al pequeño retrato de Alberti que cuelga en la pared del fondo y que parece bendecir a la concurrencia bajo esa melena blanca. Al poco rato entró Manuel Alexandre, actor que ha marcado el cine español en todos sus aspectos, desde las películas más horrorosas hasta las más sublimes (Bienvenido Míster Marshall, Plácido o Atraco a las tres).
El hombre es un ancianito venerable, para el que hay reservada una mesa al lado de las cristaleras, porque el Gijón es muy barroco; es un sitio al que se va para ver y para dejarse ver. El jefe de sala le ha conducido hasta ella, con discretas palmaditas en la espalda y con un saber hacer que sólo dan los años tratando a escritores, actores, y demás gente del mundillo cultural. Al poco rato entró Álvaro de Luna acompañado por otros dos caballeros -en este caso uno sí que puede utilizar esa palabra sin ruborizarse- y se sentaron a la mesa del señor Alexandre y su compañero.
La gente lanzaba miradas de reojo, murmullos para avisarse de la presencia de un famoso, y estoy seguro de que la mitad de ellos sólo conocían a Álvaro de Luna como el Algarrobo, y de Manuel Alexandre su presencia de secundario de lujo en las películas de Cine de Barrio. No me indigna el desconocimiento, que al fin y al cabo es cosa de cada cual y que Dios se lo reclame el día del Juicio, sino el comportamiento.
Digo esto porque alguien, cuando ya salíamos, hizo una fotografía con flash en un lugar y un momento que no son los adecuados. A mí me basta con el recuerdo de ese café al lado de dos grandes del teatro y del cine, a algún palurdo le hace falta una foto borrosa y mal tirada para enseñársela a sus amigotes mientras le señala al Algarrobo y silba la canción de Curro Jiménez. Y del viejo que está al lado, ni un comentario.