sábado, 26 de julio de 2008

Bendita ignorancia.

Es lo que pensé cuando vi a una señora con una blusa floreada, una falda blanca muy corta y unos pies con calcetines blancos dentro de unas sandalias color rosa palo. Gafas de sol desproporcionadamente grandes, de pasta blanca, y un sombrerito de paja con una cinta roja completaban la vestimenta de esta oronda paisana que mecía su poderoso tonelaje en la principal vía de la ciudad, para admiración y espanto, imagino, del resto de la concurrencia.
Eso en una ciudad bien educada, de principios de siglo XX, habría sido imposible. Para empezar alguna marquesa habría llamado al orden público correspondiente para que eliminaran tamaña ofensa a las más básicas normas de etiqueta y buen gusto, saber estar y dignas maneras. Y el orden público, con una inclinación de cabeza y un "sí, señora marquesa, faltaría más" habría hecho su trabajo con diligencia y prontitud, trasladando a la interfecta a un lugar donde su atuendo y sus maneras no ofendieran a la vista de los nobles espectadores que tomaban el té o el café, incluso el chocolate con lenguas de gato, en las terrazas de verano.
El asunto no habría pasado de ahí, del simple incidente. Pero, en ese momento cumbre, me imaginé qué podría estar pasando por la cabeza de la mujer cuando, al levantarse por la mañana, decidió ponerse ese conjunto tan veraniego. Probablemente nada, y cogió lo primero que pudo encontrar en el armario o vaya a saber usted dónde la pobre verraca guarda la ropa, si es que éso es ropa. ¡Qué feliz es aquél al que nada le importa y todo se le da una higa!
Algunos pensarán que soy un clasista redomado, producto de una educación arcaica y algo que habría que eliminar en una revolución o, si no da para tanto, al menos en una revueltilla casera. El caso es que creo firmemente que cada cual es muy libre de vestirse cómo le venga en gana siempre y cuando acepte las consecuencias de sus actos. Si uno va a la inauguración de temporada de la ópera de París y decide ir vestido de bermudas, camiseta y zapatillas que no se extrañe si todos los parisinos de pro lo miran con el asco más absoluto y no le dirigen la palabra. Y viceversa, si el interfecto decide ir a ver un partido de la selección de fútbol vestido de frac y pajarita blanca hará un ridículo espantoso.
Me pregunto cómo se vestiría aquí la amiga que originó la reflexión para ir a la ópera. Y sólo de pensarlo me lleno de horror y espanto.

jueves, 24 de julio de 2008

Gentes de fuera (y algo más).

En estas fechas mi pintoresco pueblo se llena de gente que viene de diversos lugares para pasar las vacaciones. Algún guiri viene del extranjero, que eso aquí tiene mucho fuste y todavía causa honda impresión en los lugareños ver ingleses, y hasta chinos, paseándose por las calles tan campantes; pero la mayoría son de aquí, de esos que se marcharon hace treinta años a Madrid o a Barcelona y ahora vienen pisando fuerte, como si llevaran unos Manolo Blahnik de Carabanchel o del Rabal.
Son estos personajes animalillos peculiares que nos ofrecen un espectáculo digno de ser analizado minuciosamente. No se visten como sus hermanos o primos que se quedaron en el pueblo y que siguen siendo una panda de paletos a los que sólo les falta la boina y el paraguas colgado del cuello. Ellos van con pantalones piratas y a ser posible vaqueros, con una camiseta del bar "Coruña", que es cómo le llamaron a su negocio barcelonés en un ataque de morriña, gafas de pasta y cadena de oro, regalo de la parienta, con las fotos de los churumbeles grabadas con láser.
En Barcelona van vestidos de normal e incluso se comportan como sería digno de esperar de personas que se han educado en los Escolapios o en otro colegio de renombre, pero ya se sabe que donde hay confianza da asco. Lo que no saben aquí mis primos es que también donde las dan las toman.
El típico gallego catalanizado o madrileñizado se comporta como si fuera su obligación mostrar a los que vivimos en el pueblo la maldita ignorancia en la que vivimos sumidos, oh, pobres de nosotros. Llega al supermercado y protesta, porque aquí todo está mucho más caro, y el muy imbécil dice con toda la calma del mundo que "claro, como esto está tan lejos y hay tantos intermediarios..." sin darse cuenta de que la leche que desayuna todas las mañanas en la urbanización de Leganés sale de una vaca que vive a cinco minutos de la casa del pueblo de sus padres.
Hay más, por supuesto. El típico retornado lleva a sus padres a dar un paseo en su coche nuevo, que es mucho más grande y mucho más cómodo que el de su hermano, que sigue con el mismo Seat Panda desde hace diez años. Y sus padres, conmovidos, lloran de alegría cuando el retornado aparca en el patio de la casa familiar y de ese cochazo se bajan la parienta, Mary Luz, por más señas, la Vanessa y el José Juan, que así se llaman los retoños. Entonces la abuela les da unos jerseys que les tejió para el invierno, y los dos miran con asco ese burdo fardo de lana, porque la abuela, hay qué ver colega cómo le patina la neurona a la vieja, no sabe que ellos no se ponen nada que no sea de marca.
El nuevo barcelonés madrileño, además, lleva a sus padres al hospital para que les hagan un chequeo y el médico certifique que están bien y que aguantan otro año por lo menos, que el imbécil de su hermano el patatero sólo los lleva cuando les duele algo y para eso a saber cómo conduce el muy burro, hombre por Dios, que siempre fue el más cortito de los dos. Cuando los papás han pasado con éxito la I.T.V. del INSERSO se los lleva a casa otra vez hasta el año que viene.
Y el nuevo rico, además, aunque va de sobrado diciendo lo bien que come en los más finos restaurantes con las más selectas amistades, algún futbolista famosete incluso, trae un hambre canina que hace que los ojos se le enciendan cual ascuas a la vista de un jamón o un salchichón; los mismos de los que llenará el maletero antes de irse, con un saco de patatas nuevas y unos grelos, porque en Madrid "de esto ya no se encuentra". Entonces es cuando el imbécil del hermano saca una sonrisilla torcida hacia un lado, muy sutil, y le da una palmadita en la espalda al de Barcelona, como diciendo "hala, macho, tú vete hasta dentro de un año que de la próxima cosecha ya me encargo yo".
Y así se va el de Barcelona / Madrid, más contento que unas pascuas porque durante quince días ha sido la mar de campechano, como el Rey; ha hablado todo el gallego que no habló cuando vivía aquí, y entre los cadáveres que lleva en el maletero y los jamones que se comió en casa hizo un total de unos seis cerdos.
Que contándolo a él son siete.

miércoles, 23 de julio de 2008

Petardas.

Puedo decir sin pudor que aborrezco a cierta parte de la población. Parte, que con todo tipo de dudas y cuestiones en nuestro haber difícilmente podríamos catalogar de humana, pues raramente muestran en público dos factores que definen al homo sapiens: la capacidad del lenguaje articulado de forma coherente y el control de los impulsos primarios.
Esta parte, donde mis queridos animalitos campan a sus anchas, se exhibe en programas de televisión matutinos y vespertinos para regocijo de las marujas que, abandonadas por su Manolo que felizmente hace la siesta o juega la partida con los amigos, no tiene nada mejor que hacer que enchufar el aparato y dejarse llevar por el torrente alocado y dicharachero que sale de la boca de Belén Esteban.
Y digo "sale por la boca" porque no se puede decir que la mujer hable stricto sensu, sino que en ocasiones emite vocablos producto de su docta y singular inventiva, que los otros tertulianos ríen ante la cara pizpireta de la reina del populacho. No entremos ya a cuestionar lo burdo de la situación cuando intenta pronunciar algo más complejo que "me entiendes"; si no es capaz de captar la sutileza de "emitir un gas" -disculparán lo soez del tema, pero es lo que es- mucho menos podrá acentuar debidamente una esdrújula, que eso para ella debe ser anatema y vicio, y le sonará a postura rara del Kamasutra.
Pero no es Belén Esteban el único blanco de mi mirada. Toda la panda de supuestos periodistas que la rodea tiene tanta o más culpa que ella, que al fin y al cabo no es más que una pobre mujer en la que un analfabetismo funcional no llama más la atención que un misionero del Congo con disentería. Tanta culpa tiene el que mata a la vaca como el que le tira de la pata, dice cierto refrán. Por eso, la inefable AR, a la que tantas veces he admirado ya que representa lo más bajo que se puede caer en el mundo de la prensa, aporta su granito de arena a la pitanza.
Es dantesco ver cómo en el plató, ante un montón de señoras entradas en años que ríen las ocurrencias de los tertulianos, éstos hacen preguntas que sólo le podrían interesar al confesor de la interfecta para darle una extremanción in extremis, y un más que necesario ego te absolvo para que no vaya de cabeza a la caldera de Pedro Botero. Sin embargo, aunque la amiga Esteban tenga cierta esperanza de redimir su alma pecadora, no creo que haya dómine capaz de lavarle la conciencia a toda la tertulia de alrededor.
No voy a entrar en el tema de los programas nocturnos donde Cantizano se ha convertido en fenómeno de masas, orgullo de la libertad de prensa y el yerno que todas las marujas quieren para su Jeny, que aún es soltera y en edad de merecer. Me paso esa pseudo cultura por donde la espalda pierde su nombre, porque me parece mezquina y bajuna, tanto que creo de firme que no debería haber programas como ese. No porque crea en el valor educativo de la televisión y en la buena voluntad de los empresarios que son sus dueños, sino porque ofenden a todo buen sentido y a las buenas formas. El No te rías que es peor tampoco educaba, pero al menos estábamos a salvo de escuchar barbaridades y a veces uno incluso se reía con un chiste o un chascarrillo. Yo, jamás me he reído viendo los fragmentos que sacan del programa de Cantizano.
En fin, que la televisión no es sino otro síntoma de esta España plural que estamos viviendo y que siempre ha sido la misma, sin importar el color del gobierno de turno o las intenciones de sus ministros: siempre ha sido más grato ver cómo el vecino le pega al de al lado o hablar de quién se pasea por la cama de la del 5º que abrir un libro y ponerse a leer, que encima sólo hay letra y hay que echarle imaginación. Y ahí, donde otros ven una lacra yo veo una ventaja inconmensurable, porque nunca, y digo nunca, me imagino a Belén Esteban mientras leo.

viernes, 18 de julio de 2008

De las buenas maneras.

La clase y el buen gusto no se demuestran sólo con saber combinar los calcetines y el cinturón, o sabiendo qué zapatos van bien con el vestido de turno. Ni siquiera se demuestra únicamente eliginedo sabiamente el modelo perfecto para acudir a la ópera o a una recepción en una embajada.
Hay factores que denotan cierto saber estar, cierto savoir faire, que dirían mis amigos los franceses, que nada tienen que ver con la ropa, los complementos o el maquillaje. Y uno de estos factores es la capacidad para obrar correctamente en según qué tipo de situaciones, a menudo difíciles o comprometidas, que ponen en jaque nuestro código de conducta.
Habría que decir que no es elegante no responder a una carta o negar el saludo cuando vemos a alguien conocido por la calle, por mucho que no nos apetezca pararnos a hablar con él: decía Víctor Manuel II, Rey de Italia, que una medalla y un saludo no se le niegan a nadie. Y esto ya es muestra de que los reyes de antes, igual de inútiles y muchas veces mucho más nefastos que los de ahora, por lo menos sabían mantener las formas. "Hasta en una declaración de guerra han de observarse las buenas maneras", decía Bismarck.
De poco nos sirve un modelito de Prada, unos zapatos de Ferragamo y un bolso de Louis Vuitton si después la ocupante no está a la altura de los complementos. Triste situación la de la pobre mujer que creyéndose una diva no es más que fachada, oropel vacuo, enfundada en un disfraz de alta costura.
Ya lo decía la perfecta Audrey: "la elegancia es una actitud".

jueves, 17 de julio de 2008

Mal gusto.

Sabrán reconocer que para ciertas cosas todos somos un poco peculiares. Personalmente, a mí me pone de los nervios el mal gusto. No se trata de cualquier mal gusto, sino del mal gusto exacervado, el mal gusto entendido como forma de vida, el mal gusto del que sus portadores hacen gala con un orgullo atroz cual dueños de un pura sangre ganador del Derby de Kentucky.
Hace unos días me encontraba en un concurrido museo, donde la gente llenaba los pasillos sin orden ni concierto. Las masas de turistas ingleses, japoneses y españoles parecían pugnar por echar raíces en el poco espacio que quedaba libre, detenidas ante las más importantes obras de arte en grupos que hacían imposible la contemplación a todo aquel que no pertenecía al noble círculo de Acaparadores Malolientes y Sudorosos S.A. Porque con un calor abrasador, en una estancia de tamaño moderado, sin un lugar libre en el que poner los pies, la higiene es algo altamente necesario. Y todavía hay quien no lo entiende.
Los grupos de turistas son malos, pero la administración del museo es todavía peor. No importa cuánta gente pueda caber en condiciones mínimamente humanas con tal de meter en caja los 14 eurazos de cada uno. Subiendo las escaleras mecánicas y durante todo el recorrido -al cual estás obligado a ceñirte- parecíamos judíos que iban camino de Auschwitz. No hablemos ya del comedor, ese chiringuito abarrotado de japoneses e ingleses que hace que conseguir una mesa con una silla sea el logro del siglo, comparable en el momento con el descubrimiento del radio de la señora Curie o la penicilina del señor Pasteur. Como los solados de Iwo Jima podríamos haber coronado nuestra conquista con una bandera, después de haber defendido el espacio con uñas y dientes.
Resulta impresionante, tanto que no hay palabras que describan la sensación de tortura y malestar que se puede dar en un lugar que debería ser el paraíso para cualquier amante del arte. De esta forma resulta que cada vez que visito ese lugar la experiencia es peor: cada vez hay más gente, cada vez hay más partes cerradas, y cada vez el personal es más impertinente. Va a ser verdad aquello de que ya nada es lo que era.
Ni siquiera el arte.