jueves, 19 de junio de 2008

Disparen sin piedad.

Hace más o menos un mes, un amigo mío celebró su acto de licenciatura. Imagínense la escena: el salón noble del rectorado, las chicas vestidas como para ir a una boda de alto copete, los chicos llevando mal el traje porque nunca han llevado otra cosa que un pantalón de chándal y una sudadera tres tallas más grande de lo necesario, las madres emocionadas, los padres hastiados con tanto discurso animoso por parte de los padrinos de la promoción... Y en medio, destacó una gorda vestida de rosa.
Es inevitable. En todo acto de este tipo que se precie siempre habrá una gorda vestida de rosa, a ser posible con un vestido ceñido que marque bien toda su orografía y sobre un par de zapatos de tacón de aguja que a duras penas sostienen el tonelaje de la dueña. Camina mal, arqueando peligrosamente las piernas con el riesgo que eso supone para los que están en las cercanías y a los que puede pillar desprevenidos una mole embutida en un conjunto de fantasía.
La imagen es terrorífica, casi abrumadora. Podríamos decir que incluso es sublime, en el sentido que la Estética tradicional ha adjudicado al término: la monstrua del país de Nunca Jamás avanzando a trompicones por la alfombra roja de esa insigne sala en la que recibieron el Doctorado Honoris Causa algunos ilustres personajes como Torrente Ballester, Georges Duby o Camilo José Cela. Casi se oye el crujir de la madera desde la tribuna donde yo, lleno de asombro, asisto a tan cruel espectáculo de la naturaleza.
Por eso, para evitar estos males, creo que por ley debería haber siempre un francotirador en este tipo de actos que, camuflado en un lugar elevado, hiciera blanco en todas las aberraciones rosas que se le pusieran a tiro. Porque son un atentado al buen gusto, como los ingleses con sandalias y calcetines, como los alemanes gordos y sudorosos tostándose al sol, como los que ven los programas "del corazón" y más aún los que salen en ellos, como tomar un Earl Grey con leche y como tener de libro de cabecera el Hola.
Simplemente imperdonable, y no seré yo el que proteste cuando alguien se tome la justicia por su mano y decida poner buen gusto hasta en el asesinato.

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