miércoles, 12 de noviembre de 2008

Héroes.

Un titular de un periódico de cuyo nombre no quiero acordarme reproducía el siguiente mensaje: Galicia recibe con dolor los restos de los héroes de la Brilat [...] Así, tal como suena y se lee, el redactor se quedó tan ancho.
Yo mismo -perdonarán la digresión con la benevolencia que les caracteriza- pertenezco a familia de militares. Toda la estirpe por la rama de mi abuela paterna se ha dedicado a la profesión militar desde tiempos inmemoriales, con gran orgullo y ascendiendo en el escalafón a base de luchar en todas las guerras ingratas que en la historia de este país han sido.
Mi bisabuelo, por ejemplo, vendió caro el pellejo con cuarenta y pocos años, postrado en la cama y delirando por culpa de unas fiebres que contrajo luchando en la Guerra de Cuba. Estuvo allí dos veces, y para cuando volvió, en el mes de marzo, el médico le dijo "Usted como buen militar no le tendrá miedo a la muerte, porque la paga de abril no la cobra". Y así fue. Quiero decir con esto que los asuntos del ejército no me son del todo ajenos, por ello no acabo de entender ciertas actitudes que para cualquiera con un poco de sentido común carecen de lógica.
En primer lugar, si uno es soldado lo lógico es que tarde o temprano acabe metido en una guerra. Es verdad que ahora se llaman "acciones de paz", consiguiendo así un simpático término contradictorio, tan divertido como ese de "daños colaterales". En segundo lugar, si uno va a un país en el que la gente se está matando a tiro limpio y aparece armado con un fusil de asalto y un casco de kevlar, lo normal es que el oriundo del lugar piense mal y decida, en caso de tener la oportunidad, meterle un tiro en la frente y echar a correr como alma que lleva el diablo.
Esto, digo, es lo lógico, por tanto si uno se mete en las Fuerzas Armadas sabe que entra dentro de lo probable recibir una bala que con mayor o menor precisión lo puede dejar listo para hacerle la inevitable visita a Caronte. Eso sí, a cambio de una paga, porque al fin y al cabo matar y ser muerto ha sido una profesión desde que el hombre es hombre.
El problema viene cuando uno se apunta al Ejército de buenas a primeras, haciendo caso a los anuncios aquellos que ponían por la tele en los que una chica de muy buen ver se dedicaba a saltar un muro, otro bajaba de un helicóptero de salvamento a rescatar a un pobre náufrago y unos chicos muy dinámicos estaban en una sala llena de ordenadores poniendo cara de serios.
En esos anuncios no aparecen chicos de veinte años pegando tiros, matando iraquíes o afganos, y siendo víctimas de atentados. Eso no se vende, y cuando a uno lo mandan a Irak igual piensa que es para repartir comida entre los refugiados y para escalar el muro al lado de la chica guapa del anuncio. Entonces resluta que no, que allí también hay acción guerrillera y que los suicidas -es lo que tienen- no reconocen ni a su padre cuando van conduciendo un coche bomba; allí también te pueden pegar un tiro cruzando una calle y algunos, sin esperar a que salgas de tu base militar, deciden empotrar un camión lleno de explosivos y llevarse por delante a todo lo que puedan.
Después recogemos a nuestros muertos y los mandamos a casa, con la ministra muy apenada y apesadumbrada desfilando tras los ataúdes y les hacemos un funeral de estado presidido por los príncipes, les concedemos una medalla a título póstumo y les llamamos héroes.
Y lo único que han tenido que hacer, es morirse.

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