sábado, 4 de octubre de 2008

El Orient Express nos queda muy lejos.

No es fácil aunar buen gusto y transporte público, pero un mínimo de educación no está de más en cualquier contexto. Antiguamente el tren era un medio de transporte teñido de encanto, con mozos que llevaban baules y cajas, maletas y fundas de trajes; las señoras y señores con sombrero, saludándose educadamente y ocupando sus compartimentos, tratándose de usted con respeto y amabilidad.
Hoy, por circunstancias del destino, me vi obligado a tomar un tren, y me acordé de aquello que dijo Alejandro Dumas de que África empieza en los Pirineos. No niego que vivir en una ciudad que es meta de peregrinos y centro universitario tiene sus ventajas, pero también sus inconvenientes. Y además, esas cualidades que supuestamente la hacen un lugar apetecible para vivir, no son óbice para que se llene de imbéciles de la peor especie de vez en cuando.
En primer lugar, los peregrinos que vuelven de hacer su camino, después de encontrarse a sí mismos en el Cebreiro y tras tomar contacto con su espiritualidad en los claustros de Samos, vuelven a sus casas. Y aunque alguno lleve el alma impoluta, muchos se olvidan de darse una ducha que les lave el cuerpo además del espíritu.
En un vagón de tren en el que van unas 80 personas, si 20 son peregrinos que no se han lavado y además se descalzan, podrán hacerse una idea del infierno olfativo que desafía al más pintado. Si además añadimos a un par de mozalbetes que van trasegando cerveza tras cerveza, con un ordenador portátil en el que ven una película a todo volumen la situación ya es crítica. Ahora sólo queda que nuestro asiento coincida al lado de una calefacción al máximo, y que en la cafetería hayan quitado los taburetes y asientos para que el viaje sea una experiencia inolvidable.
Eso es un tren español de tomo y lomo, y los guiris que apanden, que si quieren sacrificio no les basta con el caminito desde Roncesvalles. A la vuelta les toca sufrir todas esas desgracias -de las que ellos también tienen parte de culpa, como vimos- y algún revisor malencarado, desagradable y maleducado.
Eso sí, cuando vamos a comprar el billete y nos cobran 18 euros nos quedamos de piedra, con un estupor que a duras penas podemos describir. Yo me pregunto cuánto habrán pagado los pobres que van a Hendaya -y tienen que soportar un viaje de 12 horas- y ahí es cuando pienso si esos turistas franceses, amigos de descalzarse y enemigos acérrimos de la higiene, no se vengarán de los españoles intentando ahogarnos con sus efluvios. Y si es así, razón no les falta.

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