sábado, 16 de agosto de 2008

Festival del horror.

A veces uno no debería salir de casa si no es ciego, estúpido o simplemente falto de gusto. Y que nadie me malinterprete, no vaya a ser que algún espabilado piense que los ciegos van en el mismo saco que los horteras. Lo que ocurre es que en algunas situaciones tanto unos como los otros juegan con ventaja.
Me refiero a esos momentos en los que uno ve ciertas cosas que le hacen replantearse su confianza en el género humano. Momentos de crisis espiritual que uno experimenta al ver a una individua de diceiséis años con las botas de su hermana mayor, con tacón, por supuesto, contoneándose con la misma gracia que tendría la pánfila de Kate Moss al salir borracha como una cuba de la discoteca más cool de Londres. Burlándose de la ley de la gravedad con esa confianza que da la adolescencia, creyéndose la reina del glamour barato de pueblo en fiestas, sintiendo que hoy somos libres y que ahí me las den todas, que yo soy la más guapa del mundo y tengo un estilo que ya quisiera para sí Linda Evangelista.
Y ahí está la niña, pintada como una puerta con el mismo gusto que tiene para andar con tacones, luciendo unos pantalones vaqueros de cintura baja -bajísima- y un top escotado que la haría la reina de las fiestas en un pueblecito de Wisconsin.
El festival sigue in crescendo si le añadimos la banda sonora interpretada por una cantante gorda embutida en una minifalda, también con botas altas y tacones, que sólo compensa su falta de talento con su entusiasmo. La canción: "A dormir juntitos". Una ranchera, evidentemente.
A eso hay que sumarle el ruido insoportable de las atracciones, los olores nauseabundos de los puestos de fritangas variadas -puestos en los que churros rellenos de crema y alitas de pollo van de la mano y probablemente naden en el mismo aceite- y los inevitables tenderetes de algodón de azúcar y almendras garrapiñadas, donde una mujer con las manos más sucias que un mecánico tras realizar un cambio de aceite se afana en preparar las deliciosas viandas que entusiasman a los niños.
Un espectáculo dantesco, este de las fiestas populares, que una vez al año tengo que soportar bajo mi ventana, viendo como delante se pasean todos estos enjendros llenos de orgullo patrio y que vuelven al pueblo allá por el 15 de agosto.
Por eso los ciegos y los imbéciles juegan con ventaja: los ciegos porque no tienen que ver esta caterva de despropósitos, y los imbéciles porque están demasiado ocupados comprando alitas de pollo como para preocuparse por otras cosas; mucho menos por el estilismo.

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