jueves, 17 de julio de 2008

Mal gusto.

Sabrán reconocer que para ciertas cosas todos somos un poco peculiares. Personalmente, a mí me pone de los nervios el mal gusto. No se trata de cualquier mal gusto, sino del mal gusto exacervado, el mal gusto entendido como forma de vida, el mal gusto del que sus portadores hacen gala con un orgullo atroz cual dueños de un pura sangre ganador del Derby de Kentucky.
Hace unos días me encontraba en un concurrido museo, donde la gente llenaba los pasillos sin orden ni concierto. Las masas de turistas ingleses, japoneses y españoles parecían pugnar por echar raíces en el poco espacio que quedaba libre, detenidas ante las más importantes obras de arte en grupos que hacían imposible la contemplación a todo aquel que no pertenecía al noble círculo de Acaparadores Malolientes y Sudorosos S.A. Porque con un calor abrasador, en una estancia de tamaño moderado, sin un lugar libre en el que poner los pies, la higiene es algo altamente necesario. Y todavía hay quien no lo entiende.
Los grupos de turistas son malos, pero la administración del museo es todavía peor. No importa cuánta gente pueda caber en condiciones mínimamente humanas con tal de meter en caja los 14 eurazos de cada uno. Subiendo las escaleras mecánicas y durante todo el recorrido -al cual estás obligado a ceñirte- parecíamos judíos que iban camino de Auschwitz. No hablemos ya del comedor, ese chiringuito abarrotado de japoneses e ingleses que hace que conseguir una mesa con una silla sea el logro del siglo, comparable en el momento con el descubrimiento del radio de la señora Curie o la penicilina del señor Pasteur. Como los solados de Iwo Jima podríamos haber coronado nuestra conquista con una bandera, después de haber defendido el espacio con uñas y dientes.
Resulta impresionante, tanto que no hay palabras que describan la sensación de tortura y malestar que se puede dar en un lugar que debería ser el paraíso para cualquier amante del arte. De esta forma resulta que cada vez que visito ese lugar la experiencia es peor: cada vez hay más gente, cada vez hay más partes cerradas, y cada vez el personal es más impertinente. Va a ser verdad aquello de que ya nada es lo que era.
Ni siquiera el arte.

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