jueves, 18 de septiembre de 2008

Del asesinato como una de las bellas artes.

Copio sin pudor el título de la obra homónima de Thomas de Quincey. Pongo a los posibles lectores en antecedentes: ayer participé en un foro de opinión. Normalmente nunca haría algo parecido, ya que soy reacio a ciertas muestras desaforadas de entusiasmo, pero el tema me afectaba directamente, o, al menos, va con la profesión que he elegido.
El asunto sobre el que se opinaba era el siguiente: un artista sudamericano efectuó una performance en una galería que consistía en coger a un perro abandonado, atarlo a un radiador y dejarlo morir de hambre mientras los asistentes observaban impasibles. Evidentemente, un tema como este no deja a la gente indiferente, y entre los comentarios había de todo: desde los que se acordaban de la madre del artista a aquellos que exigían atarlo de sus partes hasta que reviente y otros que se indignaban al ver cómo la gente se preocupaba de un perro y no de sus congéneres.
Ninguno de aquellos 60000 (sí, sesenta mil) personajes registrados dio un paso más allá y llegó al meollo del asunto. A parte de las muestras de repulsa, perfectamente lógicas, lo que cabe plantearnos es hasta qué punto la sociedad occidental, tal y cómo la conocemos, se encuentra enferma. El momento en que un ser humano es capaz de cometer un asesinato, sea de cualquier especie, por simple diversión o curiosidad, pierde parte de su condición de homo sapiens que como tal viene definida por el lenguaje y el raciocinio.
La capacidad de sentir empatía con otros miembros de su especie, o no, es algo que ya tienen los animales, y queda perfectamente ejemplificado en la leona que defiende a sus cachorros. Sin embargo, sólo el hombre sería capaz de traspasar esos límites por simple curiosidad intelectual. Es este el argumento de La soga, y lo que de Quincey planteaba en su obra a partir de la separación de lo bueno y lo bello en la filosofía kantiana.
El principio de kalokagathia griego (lo bueno es bello) se había perdido de forma irremediable, y esto unido a la falta de escrúpulos de la sociedad, y al mandato de unos gurús que afirman lo que es arte y lo que no da como resultado aberraciones como esta.
No voy a dejarme llevar por el entusiasmo ni voy a soltar lemas agresivos contra el supuesto artista, pero al paso que vamos, no me extrañaría que dentro de unos siglos el perro ya haya sido sustituído por un niño o por un abuelete de esos que se quedan abandonados en las gasolineras. No quiero ser demagógico, pero el tiempo se ha encargado siempre de demostrarnos que la maldad del hombre no conoce límites; anteriormente el arte servía para reconciliarnos cuando estábamos en estos estados de indignación y de desesperación, pero con estos ejemplos, a ver quién sigue creyéndolo.

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