jueves, 11 de diciembre de 2008

Caballeros.

Uno de los encantos de Madrid es que aún quedan sitios míticos donde uno puede alejarse de la vulgaridad de gente ruidosa con pelucas y mamarrachos vestidos de Papa Noel. El problema es que cada vez quedan menos, y la gente los invade sin ningún pudor, contaminando con sus conversaciones y sus risas bobaliconas lugares que han sido referentes de la vida cultural de este país.
Tampoco quiero que me malinterpreten, ni que piensen que a un servidor le gusta ir por ahí con una cinta proclamando reliquias por doquier, santificando gratuitamente lugares y pesonas para mantenerlas alejadas del mundanal ruido y hacer de ellas objetos de veneración. Lo que pasa es que me hierve la sangre al ver cómo la falta de respeto se extiende como un cáncer en esta sociedad enloquecida; cómo las buenas maneras son sólo dos palabras alejadas en el diccionario.
El asunto es el siguiente. Estaba el otro día en el Café Gijón, viernes por la tarde antes de un festivo, y claro, allí no cabía un alma. Vayan ustedes a saber cómo o por qué, le debí caer bien a los dioses y conseguí una mesa, hacia el final, frente al pequeño retrato de Alberti que cuelga en la pared del fondo y que parece bendecir a la concurrencia bajo esa melena blanca. Al poco rato entró Manuel Alexandre, actor que ha marcado el cine español en todos sus aspectos, desde las películas más horrorosas hasta las más sublimes (Bienvenido Míster Marshall, Plácido o Atraco a las tres).
El hombre es un ancianito venerable, para el que hay reservada una mesa al lado de las cristaleras, porque el Gijón es muy barroco; es un sitio al que se va para ver y para dejarse ver. El jefe de sala le ha conducido hasta ella, con discretas palmaditas en la espalda y con un saber hacer que sólo dan los años tratando a escritores, actores, y demás gente del mundillo cultural. Al poco rato entró Álvaro de Luna acompañado por otros dos caballeros -en este caso uno sí que puede utilizar esa palabra sin ruborizarse- y se sentaron a la mesa del señor Alexandre y su compañero.
La gente lanzaba miradas de reojo, murmullos para avisarse de la presencia de un famoso, y estoy seguro de que la mitad de ellos sólo conocían a Álvaro de Luna como el Algarrobo, y de Manuel Alexandre su presencia de secundario de lujo en las películas de Cine de Barrio. No me indigna el desconocimiento, que al fin y al cabo es cosa de cada cual y que Dios se lo reclame el día del Juicio, sino el comportamiento.
Digo esto porque alguien, cuando ya salíamos, hizo una fotografía con flash en un lugar y un momento que no son los adecuados. A mí me basta con el recuerdo de ese café al lado de dos grandes del teatro y del cine, a algún palurdo le hace falta una foto borrosa y mal tirada para enseñársela a sus amigotes mientras le señala al Algarrobo y silba la canción de Curro Jiménez. Y del viejo que está al lado, ni un comentario.

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